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Motivador. Entusiasta. Verborrágico. Solidario. Santiago Ranciari es de esas personas que no pasan desapercibidas en tu vida. Dejan marca. Amante de los animales. Desde chico -pero ahora de grande también- les ha puesto nombres a palomas, vacas, llamas y ovejas. Nativo de Pehuajó, donde fue incorporando un legado que quedó para siempre. Hoy hace cría bovina, tiene llamas y ovejas, cuenta con una familia -mujer y tres hijas- que ama y tiene una hermosa historia de solidaridad canalizada a través de su persona, pero también en la figura del “Payaso Santiago” para llegar a los más chicos. Los invito a conocerlo.
“La historia en el campo casi siempre se transfiere, así fue conmigo y así está siendo con mis hijas”, contó Ranciari. Y recordó: “Recuerdo de chico estar disfrutando la vida y la naturaleza de la mano de mi abuelo que si bien se fue pronto tuve la dicha de empezar a conocer el campo con él”. Hoy su mujer, Carolina, y sus tres hijas Gloria, Fátima y Guadalupe, lo acompañan. La más grande tiene 15, otra de 13 y la más chica de 10.
“Para mí los animales son compañeros, arranqué con conejos y palomas, tuve mensajeras, el hecho de verlas volver era todo un desafío para mí, la vinculación con los animales me ha ayudado a entender otras cosas de la vida, los animales son una escuela muy linda”, contó.
Además, en aquellos recuerdos de infancia y adolescencia rural, recuerda que le encantaba la quinta. “Como soy ansioso me gustaban los rabanitos porque los sacaba todo el tiempo para ver si estaban”.
“Otra cosa que me hizo bien en el contacto con la naturaleza es que fui apicultor en mis épocas del secundario, mi padre me compró 22 colmenas, llegamos a tener 400, y conocí un mundo que respeto y añoro, porque ahora no tengo tiempo de hacerlo”, contó. Y prosiguió: “La abeja es una gran escuela y es muy sabia, si los humanos fuéramos como las abejas habría más cosas mucho mejores en este mundo”.
Ranciari pondera la disciplina de trabajo de las abejas en la colmena, “es una máquina perfecta”. “La apicultura es hermosa, me pasaba noches enteras estampando cuadros, el marco donde va la cera estampada para que la abeja genere la miel, después se empezó a complicar la actividad con el monocultivo y dejé”.
Cuando llegó el momento de estudiar hizo la carrera de Administración Agraria.
Mejor mansos
Ranciari se define como ganadero, hace cría bovina, preferentemente Angus colorado, pero si aparece algún negro, también va. A las vaquillonas las engorda para ir manteniendo su propio rodeo de madres.
“Tratamos de buscarle la vuelta, muchas veces en campos marginales, con pelo de chancho que yo le digo cabello de cerdo para que parezca más fino”, se ríe.
El objetivo es sacar terneros de 180 kilos pero muchas veces salen de 165, “hacemos lo que podemos”. “Uso una práctica que es destetar con mocheta plástica o destetador, algo que le sirve al ternero porque sigue al lado de la madre y sin sufrir tanto estrés”.
Ranciari trabaja para criar animales mansos. “Se lastiman menos, es mejor para ellos y para los que trabajamos en el corral”, aseguró. En la zona de corrales siempre hay música. ¿Es para que los animales estén más tranquilos? “No, es para que los operarios trabajen de mejor humor”, se ríe.
Gran parte del trabajo en mansedumbre lo ha ido puliendo a partir del trabajo con el consultor, asesor, Marcos Giménez Zapiola, quien ha escrito libros sobre los beneficios del buen trato animal y la mansedumbre.
Más días que Sabina…
“Diecinueve días y 500 noches” se llama la canción de Joaquín Sabina. Ranciari escribió un libro que se llama “Doscientos días de camino”, en alusión a lo que tuvo que hacer con sus vacas en un difícil momento que atravesó la ganadería argentina a mediados de 2009, donde todos vendían, porque no había pasto y había precios malos.
“La cosa estaba fea, en el campo se me terminaba el pasto y se me ocurrió empezar a comer lo que había en la banquina, era junio, yo pensé que iban a ser unos días, la cosa se hizo larga y duró como seis meses”, recordó Ranciari.
El libro lo fue escribiendo mientras esperaba, horas y horas, que los animales pastaran al costado de la ruta. La Ruta es la 226 y el kilómetro era el 500. “La gente pasaba y tocaba bocina saludando, con el correr de los días se fue haciendo habitual, hicimos 3.200 metros”, contó.
Pero un día, se terminó lo que había del lado de donde estaba el campo. Sin embargo, del otro lado de la ruta había un pastizal hermoso, recordó Ranciari. Pero cruzar la ruta era una locura. “En eso, analizando qué hacer, vi una alcantarilla grande que cruzaba de lado a lado, me metí, vi que se podía pasar y me las ingenié para llamar a los chicos -como les dice a los terneros- para que crucen también”, contó.
Agarró un poco de alimento, un tacho con cascotes adentro para hacer de sonajero y se metió en el túnel. “Cuando miré para atrás tenía una toda la tropa atrás, fue un triunfo, eso me ayudó a llegar hasta diciembre para sortear ese momento de escasez”, rememoró.
¿Para qué las llamas?
Las llamas, reconoce el propio Ranciari, son su emblema. Llegó a tener 60 llamas “que para la provincia de Buenos Aires es un montón”. “Todas tenían nombre de personas, les ponía el nombre del santo que correspondía al día que nacían, las conocía una por una”, contó.
En ese libro que escribió Ranciari hay un capítulo dedicado a las llamas “¿Para qué las tenés?”. “Es la pregunta que me hace cada uno que viene al campo, y enseguida encuentra la respuesta, porque las llamas se les acercan a saludar, son animales fantásticos, mansos y compañeros”, contó.
“Hace 30 años que tengo llamas, son animales que te miran a los ojos y generan algo en la persona, despiertan sentidos”, contó Ranciari que durante mucho tiempo tuvo una selección de llamas que lo acompañaba a visitar niños. “Tuve una muy famosa que se llamaba Luchy, que tenia un ojo celeste y uno negro, la llevaba a misa, al banco, daba besos…”, cuenta Ranciari.
“Un día descubrí que se hacen actividades terapéuticas con llamas, para chicos con alguna discapacidad, así fue como empecé llevando una llama chica al hospital”, recordó Ranciari, y en una de esas surgió una historia fantástica. “Había una anciana de cabello muy blanco que estaba internada en el hospital y siempre me veía los sábados disfrazado de payaso con mis títeres, entregando globos y, si se permitía, algún chocolate”, contó Ranciari. Y prosiguió: “Ñata -así le decían a la señora- me pidió que lleve a Luchy”.
Al sábado siguiente Santiago y Luchy entraron con la complicidad de una enfermera por una puerta del costado y propiciaron el encuentro entre Ñata y la llama. “Todavía puedo recordar su cara de asombro y gratitud de la anciana que con voz quebrada y débil pero a la vez con mucha expresión para su estado dijo ´¡LUCHY! me viniste a visitar´ y al acercarla a la abuela, la llama estiró su largo cuello y pareció́ darle un beso”.
“Podría decirse que fue su última travesura, puesto que días después Ñata falleció, pero nos dejó ese abrazo que nunca voy a olvidar en mi vida”, cerró Ranciari.
Ahora también ovejas
Hace un tiempo, Ranciari incorporó la producción de corderos a todo lo que hace. “Voy aprendiendo, mi viejo tenía algunas, pero no en escala, lamentablemente Argentina es abundante en recursos naturales, pero eso no se condice con las gestiones políticas, que no ayudan a la producción”, expresó.
“Este año fue mi primera esquila y me costó mucho encontrar precio para la lana y quien la comprar, incluso siendo lana blanca y buena, se puso difícil la cosa”.
La lección de Margarita
Hombre creyente, de fe, Ranciari contó una historia. “Uno de los principales desafíos para los ganaderos, al menos los que queremos los animales como yo, es cuando nos toca una vaca caída, yo jamás abandono una vaca caída, la lucho hasta el último aliento”, dijo.
Así fue como una vez Margarita, una de sus vacas, se había caído, llevaba 23 días ya, en los que la alimentaban, la paraban con arneses. “Dicen que después de 7 días caída ya no va más, pero ella seguía luchando y yo acompañándola, pero una tarde estaba muy cansado, venía complicado y fui, le di de comer y me fui, no la paré, le dije que no podía y me estaba yendo cuando ella sola se paró, me largué a llorar, esa vaca me enseñó que nunca hay que rendirse”, contó.
Adicto al cariño y la solidaridad
Conté que Ranciari iba disfrazado de Payaso a visitar niños en el hospital. Pero ¿Cuándo se puso por primera vez la nariz roja, los zapatones y el traje multicolor? Hay dos formas de contarlo, una real y una más poética que está en su libro.
Arranquemos por la segunda, cuenta Ranciari que un día, caminando por la calle encontró un viejo sentado en el cordón de la vereda, que con un silbido lo llamó y le pidió que se sentara a su lado, le contó una historia y le hizo un regalo, el tesoro de su vida: “Un arrugado saco, una larga corbata a lunares, y una gran nariz roja, eso es todo lo que tengo que, a simple vista no es nada amigo, pero para mi es toda mi vida y lo último que me queda de ella”.
La historia real cuenta que Ranciari era un busca que trabajaba en un comercio de artículos del hogar, cortaba el pasto para ganarse el mango. Hasta que un día vino el dueño de una tienda, Galver, (siempre en Pehuajó), que le preguntó si se animaba a disfrazarse de payaso y repartir globos para el día del niño. ¡Y Ranciari se animó!.
“De ese momento pasaron muchos años, centenares de miles de niños, cumples de niños que ya tienen sus niños, centenares de shows, varios miles de kilómetros contagiando sonrisas, infinidad de anécdotas, campañas solidarias, grabar un disco, cosas insólitas que solo las haces si sos Payaso de corazón, visitas a hospitales, cantar en el hospital Borda, visitar escuelas mapuches, y una muy importante para mi, festejar después de 15 años, el cumple de mis hijas con el mismo entusiasmo y emoción que sentí́ cuando me puse por primera vez la nariz roja en la esquina”, cuenta Ranciari en el libro.
Así, disfrazado de payaso participó del programa “Quien quiere ser millonario” en Telefé y contó su historia que emocionó a la audiencia. El dinero que ganó lo usaría para terminar de construir un centro de estimulación para chicos con dificultades del neurodesarrollo.
El cumple para 9.000 personas
“Un día se me ocurrió que así como yo iba a los cumpleaños de los niños, ellos podían venir al mío, entonces empecé a invitarlos, y año tras año se sumaba más gente, empezamos a hacer campañas solidarias… locas campañas solidarias”, contó Ranciari.
La cuadra donde estaba su casa se llenaba cada año de bote a bote. Empezaron regalando útiles escolares, al otro año la hicieron en un parque y con el foco puesto en la solidaridad. “Fundamos un hospital móvil de bicicletas que funcionaba así: la gente nos daba partes de bicicletas y nosotros teníamos cinco bicicleteros que las reparaban, pensábamos armar 27 bicicletas, que eran los años que cumplía ¡Juntamos para hacer 168!”, dijo con asombro Ranciari.
Pero como se habían quedado con un montón de repuestos fueron a ver un artesano para que haga un árbol con esos restos y él nos propuso otra cosa. “¿Y si les hago una bici gigante?”, nos dijo. Hoy, esa bicicleta enorme es el monumento a la solidaridad de los pehuajenses.
Pero no quedó ahí. Al año siguiente propusieron transformar un Fiat 600 en ambulancia. ¿Cómo? “Hicimos una campaña solidaria, la gente ayudó mucho pero nos alcanzaba para la ambulancia, entonces fuimos al Ministerio de Salud disfrazados de payaso y nos dio una ambulancia modelo ´99 que arreglamos y entregamos al hospital”. Para el último cumpleaños multitudinario se juntaron 9.000 personas.
“El cariño de la gente para mí es una adicción y siempre que puedo ayudo, ahora tengo menos tiempo, el trabajo y mi familia”, cerró Ranciari. Con o sin nariz roja, con o sin zapatones o monociclo y traje de colores, él, en su alma, busca sonrisas.
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