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La agricultura americana con el secuestro de carbono en suelos en siembra directa, constituye una forma de resolver el problema del hambre en el mundo, dando impulso a la bioeconomía.
Dedicamos esta edición de Clarín Rural al Día Mundial de la Alimentación, que se celebra mañana, 16 de octubre. La fecha fue instituida por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (la FAO), para concientizar acerca de los problemas de hambre y desnutrición que campeaban en el planeta.
La situación ha cambiado. Aún cuando la mácula ominosa del hambre nos sopapea con demasiada frecuencia, la cuestión quedó circunscripta a sociedades que se empeñan en guerras civiles, desorden administrativo y malas decisiones políticas. En los últimos cincuenta años, hemos destruido el dilema malthusiano. La población mundial no crece en progresión geométrica. Y sí lo hizo la producción de alimentos. Es la tecnología. Sí, la de la Revolución Verde, que le valió el Premio Nobel de la Paz a Norman Borlaug, allá por 1970. El había resuelto el problema del hambre en los países más poblados y con mayor ritmo de crecimiento poblacional, como Pakistán y la India, con sus variedades de trigo y arroz, capaces de incrementar sustancialmente sus rindes cuando se las fertilizaba, regaba bien y se controlaban las plagas con métodos que proveían el avance de la industria química y la mecanización.
La Revolución Verde se extendió por todo el mundo. Increíblemente, aparecieron sus detractores, interponiendo el “dilema” ambiental. Han intentado instalar en el imaginario colectivo la idea de que este crecimiento “no es sustentable”. Fogonean, desde poltronas para obesos, que la forma de producir alimentos ha generado efectos indeseables sobre el ecosistema. Es el momento de poner las cosas en su lugar.
Quienes esto sostienen, anidan en el viejo mundo. Que desarrolló una agricultura igualmente llena de grasa: enormes gastos en laboreos innecesarios, que desde la revolución industrial fueron minando la materia orgánica de los suelos, mandándola al aire. Una agricultura basada en el mítico arado con el que Rómulo trazara el perímetro de Roma, 753 años Antes de Cristo.
En la Argentina, de la mano de Victor Trucco, le dimos cristiana sepultura al arado. Casi al mismo tiempo que nacía el Día de la Alimentación, aquí nacía una nueva agricultura. No sabíamos nada de “huella de carbono”. Pero sabíamos de erosión, de gasto de gasoil, de exceso de fierros. Necesitábamos una “agricultura más liviana” en todo concepto. La hicimos. Triplicamos la producción en los últimos 30 años, con menos insumos y equipos que en el Primer Mundo. Nosotros bautizamos esta epopeya como la Segunda Revolución de las Pampas. Eficiencia en el uso de los recursos, y al final del día, una agricultura más amigable con el medio ambiente.
Y este proceso de dio en toda América. Desde Canadá hasta la Patagonia. Hay una impronta nueva, que le cuesta digerir al viejo mundo porque siguen mirando a la agricultura con el cristal del siglo pasado. En este proceso, fue fundamental el rol del IICA (Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura). Es el brazo agroalimentario y bioenergético de la OEA. Le ha dado un enorme impulso a la modernización del sector rural en todo el continente, estableciendo lazos de comunicación entre instituciones públicas y privadas. Ahora la conduce el argentino Manuel Otero, quien hace más de tres décadas revistó en este suplemento, lo que nos llena de orgullo. La FAO está fundamentalmente del lado de la demanda. El IICA, como superestructura americana, del lado de la oferta. Pero de una oferta que crece sin estar reñida con la demanda moderna de ser sustentable, con baja huella de carbono, baja huella hídrica, inclusiva, con un rol preponderante para la mujer rural.
De este manera, la agricultura americana se fue alejando de ser un problema. Y está dando pasos activos en dirección a constituirse en una forma de resolver el problema. Secuestro de carbono en suelos en directa, impulso a la bioeconomía
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