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El autor impulsa la integración regional para avanzar en la erradicación del hambre a través de medidas tangibles.
Los últimos años han sido de los más desafiantes en términos económicos para América Latina y el Caribe. La pandemia por COVID19 y sus consecuencias económicas y sociales, el conflicto en Ucrania y la crisis económica global, han generado una tormenta perfecta.
La proyección para los próximos años tampoco es alentadora. Además de la escalada de los precios internacionales de los alimentos iniciado en 2020 a raíz del comportamiento de los aceites vegetales y cereales, se suman las rupturas en cadenas productivas clave como la energía y los fertilizantes producto de la guerra.
Como consecuencia, hoy enfrentamos el ciclo inflacionario de precios de alimentos más alto de los últimos años y nuevamente son los más pobres los más afectados. Actualmente, los alimentos representan dos tercios de la inflación en los hogares de menores ingresos, ya que son los más pobres los que gastan una proporción más alta de sus ingresos en comida. Como consecuencia, esto repercute de forma directa en el acceso a una dieta saludable y el aumento en las cifras de hambre.
En este contexto es imperativo que los países potencien sus sistemas de protección social en apoyo a los más vulnerables. Sabemos que este fortalecimiento puede ser complejo para los países tomando en cuenta el actual escenario económico en la región, con altos niveles de deuda externa y la inflación. Sin embargo, el COVID-19 demostró que la implementación de planes y estrategias de emergencia tales como transferencias de dinero, subsidios, distribución de alimentos, entrega de cupones y otras medidas, generan un beneficio concreto para los más pobres.
Pero no podemos quedarnos solo en respuestas de emergencia. El aumento de las cifras de pobreza e inseguridad alimentaria en América Latina y el Caribe demanda la generación de medidas de apoyo permanentes y no solo como respuesta a contingencias. Actualmente 56,5 millones sufren hambre en nuestra región y no podemos permitir que más personas engrosen esta cifra.
Este problema afecta principalmente a las zonas rurales de la región. Los agricultores familiares, por ejemplo, se ubican dentro de los grupos más vulnerables, con las cifras de ingresos más bajas de sus países.
Desde FAO tenemos la convicción que la Agricultura Familiar es un sector clave en el proceso de recuperación para la crisis actual. Es por eso que trabajamos para apoyar a los países en el desarrollo e implementación de políticas diferenciadas para este sector, a partir de su realidad y necesidad.
No podemos olvidar que en América Latina y el Caribe, la agricultura familiar agrupa a cerca del 81% de las explotaciones agrícolas. De ellas, 9,2 millones se encuentran en Sudamérica; 5,8 millones en Centroamérica y México y 1,5 millones en el Caribe.
Pero esto no podemos hacerlo en solitario. Por eso es clave la integración de toda la región para trabajar juntos con un mismo objetivo: mejorar la seguridad alimentaria y avanzar en la erradicación del hambre a través de medidas tangibles.
El objetivo es claro: nadie debe quedar atrás. Desde FAO promovemos el diálogo permanente de los distintos países de la región prestando apoyo y asesoría técnica en instancias tales como el Encuentro latinoamericano y caribeño del decenio de las Naciones Unidas para la agricultura familiar, la Reunión extraordinaria de Agricultura Familiar del Mercosur ampliado, ambos realizados en la sede de nuestra organización en Santiago.
Además, se suma el encuentro de ministros de Agricultura de la CELAC, con el objetivo de preparar los contenidos de seguridad alimentaria en la antesala del encuentro presidencial en Argentina a fines de enero.
Nota de la Redacción: El autor es Subdirector General de la FAO y Representante Regional para América Latina y el Caribe
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