[ad_1]
Pasé estos días de Carnaval acompañando a los contratistas metidos en plena cosecha de arroz. En la zona de San Javier, 150 kilómetros al norte de la ciudad de Santa Fe. Allí había otro corso, sin reinas ni vedettes. Maquinistas, mecánicos, empresarios expertos y aguerridos. Al rayo de sol, que este fin de semana fue un infierno. Todo normal para esta gente que no tiene ni horario ni calendario.
El espectáculo es tremendo, conmovedor. Es como que la Argentina no queda en la TV. No hay señal, los whatsapp salen con intermitencia. La conectividad es una materia faltante, una necesidad imperiosa. Está llegando, felizmente.
Un camino de tierra convertida en una inmensa polvareda, caravanas de camiones entrando y saliendo de las arroceras. A ponerse en la cola, sin posibilidad alguna de pasarlos. Una hora para hacer 20 kilómetros en el medio de los guadales, donde de vez en cuando la pericia del camionero –otro fenómeno de la Argentina profunda– no es suficiente para evitar encajarse. Un tractor, una cuarta, y adelante.
Adentro del campo, los campamentos de cosechadoras por todos lados, en manos de esa extraordinaria ventaja competitiva de la agricultura argentina que son los contratistas. ¡Lo que saben! Siempre me sorprendieron. Muchos han sido y son testers de las grandes marcas a nivel internacional. Recuerdo a Jorge Dolfo, que ahora vive en Estados Unidos. Su expertise fue bien aprovechado por Case IH: le encargaron poner a prueba sus nuevos productos, en la Argentina y en los EEUU. De norte a sur y de sur a norte, sacándole los defectos para depurar la máquina antes del lanzamiento.
Gente dura y culta. Saben de fierros, pero también de finanzas. Saben buscar el negocio, porque del otro lado del mostrador tienen al señor cliente, que no solo es exigente con la calidad de trabajo, sino a la hora de negociar el precio del servicio. Y también tienen que lidiar con los proveedores, que son otros muchachos grandes y fuertes. Están aquí las grandes marcas, todas, con concesionarios potentes. Pelear con los bancos, que todavía los miran de reojo, porque cualquier máquina hoy vale de medio millón a un millón de dólares.
Y si cambia la cosechadora por una más grande, necesita otra tolva y otro tractor, y un hombre más en el campamento. Es difícil, este año cayeron las ventas, coletazos de la sequía y el desastre de la campaña anterior. Pero la nave va. Ahí están. Ida y vuelta, una danza incesante de cosechadoras, un tractor yendo a descargar a los camiones y otro volviendo, rápido, antes de que se llene la tolva de la máquina. No paran a comer, tienen la vianda a bordo, y una botella de agua. Sólo se detienen cuando faltan camiones. Cosa que normalmente no sucede, porque está todo coordinado con el molino que recibe la carga.
Está la mejor tecnología del mundo. Y siguen buscando mejoras. La última es la incorporación de los cabezales stripper ultralivianos, que permiten duplicar la capacidad de la misma cosechadora. Es otro aporte del agro argentino a la productividad agrícola, como fueron los botalones de fibra de carbono, y más lejos en el tiempo, las sembradoras creadas para siembra directa, los “mosquitos” (pulverizadoras automotrices) o el silobolsa.
Esto es lo que está pasando ahora con los contratistas que levantan el arroz, mil millones de dólares en exportaciones. Pero ya arrancaron también los contratistas de silo, otra actividad de altísima especialización. En la Argentina están las picadoras automotrices más grandes del mundo, en manos de empresarios como Patricio Aguirre Saravia, que se mueve en avión para atender sus equipos y clientes, y hasta trabaja en contraestación en los Estados Unidos para sacarle el máximo beneficio a sus equipos.
La alemana Claas, que lidera este mercado, tuvo que incorporar mecanismos que le exigían los clientes argentinos, como fue el caso del “schredlage”, un invento de un nutricionista norteamericano que sólo prosperó cuando lo descubrieron los contratistas de estas pampas. El silo de maíz ha sido la llave maestra de la expansión agrícola, ya que permitió liberar millones de hectáreas para la agricultura, manteniendo el stock bovino.
Esto es competitividad. No es la feracidad de nuestro “capital edáfico”. Es la tecnología. Y es, sobre todo, el enorme corazón/pulmón de quienes se pusieron los fierros al hombro, y que no tienen domingos ni fiestas de guardar, ni mucho menos Carnaval.
[ad_2]
Source link